martes, 2 de diciembre de 2008

El Vasco...

La Esperanza era un bar para los que bajan, que entraban arrastrados por el nombre, agarrados a él con la misma fuerza que a la botella. Lo monté cuando ya no me quedaba nada, cuando era mi última estación, lo único que me quedaba por perder; por aquel entonces, llamarlo así me pareció lo más natural.

El Vasco se sentaba siempre en la única mesa que daba a la ventana, siempre mirando a la calle, como un pájaro que mira a través de los barrotes de la jaula. Digo siempre, porque El Vasco entraba puntual todas las noches a las diez, se dirigía hacia la esquina del bar y, una vez allí, se recogía en su asiento, dejando caer todo el peso de su vida en la silla de madera. Y cada día parecía querer huir de allí; de lo que, a la vez, era refugio y cárcel, un vagón del metro a ninguna parte. Todo esto, claro, era lo que yo imaginaba, porque a mi, El Vasco nunca me dijo nada; ni si quiera le oí pedir nunca una copa, ni una tapa, ni que cambiase de canal.

Tenía un cuerpo grande, fuerte, los hombros echados hacia delante, la cabeza gacha y un pelo grasiento, largo, ligeramente despoblado. Me pareció un leñador, de ahí lo de El Vasco, agotado por el trabajo diario. Un día, al principio, me acerqué, le miré a los ojos, unos ojos rodeados por inmensas bolsas de carne, que parecían querer abrazarlos y cerrarlos por completo. Su cara era la del vino y eso es lo que le serví. Miró la copa, me miró a mi, tomo un sorbo y volvió la vista, de nuevo, hacia la ventana. Y ahí quedó todo. Eso sí, al irse dejó dos euros sobre el mostrador, y a partir de entonces era lo primero que hacía al entrar en el bar, dejarme los dos euros en el mostrador.

Me había acostumbrado a que, para muchos, la melancolía y la palabra van reñidas; nostálgicos del recuerdo, viven en mundos paralelos imposibles de compartir. Para otros, el tapón de la botella era el tapón de su alma; una vez abierta, había que verterla entera hasta caer inconscientes o salir del bar maldiciendo su destino. Unos y otros convivían cada noche en La Esperanza, mezclando en el humo sus vidas, compartiendo un estado de ánimo. Para mi, detrás de la barra, era como el consuelo de los acabados, entre los que me incluía, y por eso siempre me fascinó El Vasco, sentado en su silla, mirando por la ventana, ajeno al resto del grupo. Ni siquiera parecía advertir los cambios de humor, las celebraciones, que alguna había; para El Vasco, estaban él, su silla y la ventana.

Aquel trece de Octubre, siempre lo recordaré, encontré una carta al llegar al bar, mezclada entre el resto de la correspondencia. No tenía remitente, no podía saberse de quién era. En su interior, una foto de una mujer, y un breve papel que explicaba que se llamaba Esperanza, que le había abandonado el mismo día que por casualidad se cruzó con el bar y que, desde entonces, había decidido sentarse allí a esperarla. Mientras leía, no pude ponerle voz a aquellas letras porque, para mi, El Vasco era mudo, y cualquier voz que hubiera tenido me habría resultado ajena, distante, falsa. Terminaba la carta con un rotundo Hasta la esperanza llega a perderse a veces... Cerré la carta, con un asomo de lágrima en los ojos, y me serví un vino. Nunca supe por qué El Vasco me dejó aquella carta; no lo volví a ver más.