viernes, 29 de febrero de 2008

TEJEDORES DE SUEÑOS

Pocas veces se había visto tanta actividad en el granero del castillo de Airún. Mientras el tuerto Eurigio vigilaba que el portón de entrada se mantuviera cerrado, un ejército de aldeanos, capitaneado por Virenia, Amelia y Guzmán, daba las últimas puntadas al ala izquierda del coloso que había estado levantando las últimas noches. Si todo salía bien, la gigantesca cometa se elevaría a los cielos en unos pocos días, y el príncipe Hugo podría ganarse sus espuelas de caballero.

Era un buen muchacho, el príncipe. Era uno de esos seres encantadoramente desorientados que se pierden hasta en el patio de su casa, e iba a todas partes distraído, ensimismado, y singularmente mal vestido, pero siempre estaba dispuesto a bajarse del caballo y echar una mano con la siembra o la recolección, o a mirar al otro lado si algún campesino hambriento abatía un ciervo real. Y más de una doncella se había librado de pasar la noche de bodas en la cama de algún noble, gracias a su intercesión. Por eso habían ido sus súbditos tantas noches al granero, olvidándose de que tenían que dormir.

Ya no quedaban dragones en el reino. El último había sucumbido, hacía ya quince años, bajo la espada del duque Silano, tío del príncipe. Pero la norma que obligaba a los aspirantes a caballero a matar un lagarto gigante todavía no había sido derogada y, si no conseguía las espuelas, Hugo no podría obtener la mano de la hija de los condes de Leuren, su gran amor desde que ambos eran niños. Y eso le hacía andar triste y cabizbajo, especialmente cuando alguno de los heraldos que había mandado a países lejanos volvía, y le comunicaba que allí tampoco había encontrado nada.

Si todo salía bien, en unos pocos días un gigantesco dragón de tela surcaría los cielos, y nadie fuera de los autores se percataría del engaño. Si todo salía bien, en unos pocos días el príncipe Hugo demostraría su valía en un épico combate y volvería al castillo sonriente, admirado ante su casi milagrosa fortuna. Si toda salía bien, en unos pocos días los aldeanos podrían volver a la comodidad de sus lechos, dichosos por haber contribuido a la felicidad de un hombre al que todos querían. Si todo salía bien, en unos pocos días un nuevo caballero andante partiría hacia el castillo de los condes de Leuren.

Mientras el resto de los improvisados sastres seguían cosiendo el ala izquierda, Virenia, Amelia y Guzmán empezaron a plantearse cómo conseguirían que saliera fuego de la boca de su criatura.

jueves, 28 de febrero de 2008

El orden de factores...

Carlos entró en la fiesta y se sirvió un cubata. Yendo al baño su mirada se cruzó con la de Mónica y dos horas mas tarde ella estaba con un pañuelo en los ojos y él jugando con el bote de nata.
- Me gustaría volver a verte..
Tardaron mes y medio en volver a quedar, luego quince días, luego una semana y luego un par de días.
Mónica rehogaba el broccoli cuando Carlos entró en la cocina con la funda del DVD en la mano; se miraron.
- ¿Tu crees que importará la forma que tuvimos de conocernos?

SALVAJE

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Marta cayó aparatosamente al suelo, junto al montón de ropa que lucía un significativo desorden. Los restos de las copas de vino se clavaron en su piel, sin que ella lo notara apenas. Respiraba con dificultad a causa del infernal esfuerzo. Se llevó la mano temblorosa a la brecha en su ceja, producida sin duda en el primer golpe contra la pared. Escocía.

"Nunca...", intentó, jadeando entre palabra y palabra, "Nunca me habían... Nunca había... Así... Nunca... ¿Me oyes... Alex...?"

Se rindió ante la imposibilidad de expresarse, sin dejar de susurrar una y otra vez un "nunca" débil, casi cómico, con la intención de resumir todo su discurso.




Al otro lado del cuarto, un Alex extenuado se arrodillaba, clavando sus brazos en el suelo en un intento poco afortunado de mantenerse erguido. Luchaba con desesperación por recuperar el aliento. Goterones de sudor ardiente caían al parqué desde su barbilla en húmedo suicidio.

"¿Quién... te ha dicho... a ti...?"

Ahogó un gemido de dolor. Comenzó a incorporarse trabajosamente mientras escupía al suelo la sangre que le llenaba la boca de sabor metálico. Sus ojos, brillantes bajo la frente perlada, se clavaron en los de la fatigada Marta. Una sonrisa pícara amenazaba en sus maltratados labios.

"¿... que esto ha terminado?"

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viernes, 22 de febrero de 2008

Ligeros retoques

"Consiga un vientre realmente plano". La publicidad es buena. Aún recuerdo el comienzo de aquella moda a la que me veo arrastrada. Se me pasa por la mente la imagen de Johanna Scarletsson en las fotos "robadas" el verano de hace dos años en las Barbados. Aquellas fotografías circularon como la espuma por la red y las niñas empezaron a pedir a sus madres la operación de eliminación de ombligo por su cumpleaños.

Por aquél entonces yo aún estaba en la escuela de modelos Perfections y no sabía prácticamente nada acerca del competitivo mundo real. ¡Qué ilusa! Recuerdo que pensé:"Mery, jamás vas a minar tu integridad física por obtener un trabajo".

Ahora, mírame: me operé el pecho, me quité las patas de gallo (¡con 19 años!), me puse cinco centímetros más de altura, depilación láser integral, transplantes de iris... Y aquí estoy, en la puerta de la clínica para pedir que me realicen la operación de la que tanto me reía hace un par de años.

Creo que jamás se me quitará de la cabeza la cara de asco con la que el director de casting de Lee Stauder me miró ayer, profiriendo ese gritito de: "¡Ah, todavía tienes ombligo!"

jueves, 21 de febrero de 2008

Como cada mañana

Faltan cinco segundos para las siete y treinta y cinco. Martín se despierta, pero aún no se mueve. Deja que el despertador suene dos veces antes de apagarlo. Se levanta de la cama y se pone las zapatillas: primero la derecha y luego la izquierda. Va al baño. Ducha de siete minutos.

En la cocina calienta en el microondas doscientos cincuenta mililitros de leche en su taza verde. Setecientos watios durante un minuto para que la leche alcance los treinta grados centígrados. Termina su cuarta galleta y apura su leche. Seis tragos.

Cierra la puerta con dos vueltas de llave. Baja los ochenta y ocho escalones hasta la calle y camina durante cuatro minutos y veinticuatro segundos hasta la parada del ciento cuarenta y cinco.

Espera tres minutos, sube, pica con su abono B2 y enciende su mp3 para escuchar dos lecciones del curso de alemán. Ya está en el nivel cuatro, el más avanzado.

Se baja en la séptima parada. Debería estar en el número veintisiete de la calle Felipe Segundo. Pero no es así. Han cambiado el trayecto del autobús.

Y ahora no sabe qué hacer.

martes, 19 de febrero de 2008

AMORES PROHIBIDOS

Ni su padre, el jefe de la tribu, ni el chamán, ni la anciana Marnegawi, quien vendió su alma al gran baobab y desde entonces tiene poderes mágicos, saben qué hacer para que la joven Tenza vuelva a comer carne. Los festejos en honor a los espíritus, con los guerreros bailando en círculos alrededor del fuego y el pombe arrasando las gargantas e incendiando los corazones, se han quedado huérfanos de una de sus más hermosas perlas. Ella se queda siempre en su cabaña, sollozando, y nadie sabe qué hacer para que vuelva a sembrar la alegría como antes.


Hace ya siete lunas que sólo se alimenta de las bayas y raíces que recoge en la selva, sola, jugándose a acabar entre las zarpas de un león o los afilados colmillos de una hiena. Muchos guerreros se ofrecen a acompañarla, pero ella rechaza su compañía, y toda la aldea sufre al verle internarse en la espesura, sin más compañía que su dolor.

Desde que llegó ese explorador de tez pálida, Parkins, Jorkins o como se llamara, cada vez que hay una nueva remesa de cautivos, la joven Tenza tiene que enamorarse de uno de ellos. Y no hay nada que el viejo chamán, ni la anciana Marnegawi, puedan hacer para vencer ese hechizo.

Tal vez lo mejor sería soltar a alguno de nuestros prisioneros de ojos tristes, y permitirle quedarse en nuestro poblado y desposar a la joven Tenza. Pero ninguno de los guerreros que la pretenden lo permitiría y, además, el espíritu del Gran Baobab siempre está sediento de carne y sangre humana y, si le privamos de parte de su banquete, hará que las plagas y las enfermedades caigan sobre nosotros, y que la selva retumbe con las voces de nuestros enemigos.

Aunque cada día está más flaca, la joven Tenza sigue siendo la más bella flor de nuestra tribu. Y es una tristeza verla languideciendo, y recordando entre sollozos una noche estrellada. En la que se introdujo en la cabaña de los prisioneros e hizo el amor al explorador de tez pálida. Parkins, Jorkins o como quisieran los espíritus que se llamara.

OTRA VEZ MÁS

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La miraba y la admiraba. Estar cerca de ella me hacía sentir bien. Tenía esa forma de estar que te llena de paz.

Aquel día caminábamos hacia el Metro, ella a un suspiro y siete pasos de distancia. Su falda amarilla de verano se movía con alegría de izquierda a derecha, acompasando la quinta sinfonía de su movimiento.

Bajamos las escaleras mecánicas en completo silencio, aunque sabía que no hacía falta hablar. Estaba seguro de que ella podía oir mis pensamientos. Cuando piensas tan fuerte en alguien tiene que oirte por fuerza. Casi podía distinguir esa sonrisa cómplice al otro lado de su melena oscura, salvaje, con vida propia. Entramos en el vagón y nos sentamos frente a frente. Su mirada se posaba aquí y allá, como la de un niño que descubre el mundo que le rodea. Podía ver una alegría blanca y pura en sus pupilas mientras recorría el tren con aquellas dos aguamarinas que me robaban el sentido.




Nuestras miradas se encontraron, y el resto del vagón desapareció. Muy lentamente, una sonrisa cargada de ternura se dibujó en sus labios. En su mirada fija vi el futuro. Vi todas las noches que nos quedaban por compartir, desordenando las sábanas; vi cada sonrisa enamorada que le dedicaría el resto de mi vida; nos vi compartir cada centímetro de nuestra alma por toda la eternidad.

El vagón se paró y ella se bajó en Diego de León.

Le dije adiós con la mente, esperando que de verdad oyera mis pensamientos.

Nunca más me la volví a cruzar.

En cuanto salió de mi vida me puse los cascos y no volví a pensar en aquella desconocida.

Como todas las demás veces.




Al menos, hasta que me enamore de una nueva desconocida.

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jueves, 14 de febrero de 2008

SEÑOR JUEZ:

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Me llamo ***, y en pleno uso de mis facultades mentales y físicas, y bajo ningún tipo de presión externa, he decidido suicidarme. Ante la sorpresa que esta decisión supondrá en mi círculo de familiares y amigos, veo conveniente escribir estas lineas como explicación de este repentino giro a mi vida.




No estoy deprimido ni soy un desgraciado. De hecho, en mis *** años de vida puedo afirmar que he tenido una existencia agradable, incluso feliz la mayor parte del tiempo. No he perdido a mi pareja ya que no tengo ninguna; no me han echado del trabajo; no me persigue ningún tipo de peligro; mi nivel económico es muy bueno, y no le debo dinero a nadie, ya sea por motivos de juego, deudas o malentendidos; no he perdido ningún familiar, amigo íntimo o mascota, cuya ausencia no sea capaz de suplir; no tengo ninguna enfermedad desagradable y/o terminal, y mi esperanza de vida, dado mi historial familiar, es de aproximadamente tres veces la edad que tengo, puesto que aún soy joven; no sufro por las injusticias del mundo, y ni mucho menos me quitaría la vida por ellas; no he vivido ningún tipo de hecho traumático últimamente que me anime a lanzarme (disculpe usted el chiste fácil). En definitiva, no hay nada que, aparentemente, y bajo los cánones normales de estas situaciones, me empuje a tomar esta decisión tan drástica. De hecho, hace mucho que no hay nada que me empuje para nada. He aquí mi problema.

He pasado mi vida educándome para escapar del dolor, y lo he conseguido. Ya no siento nada. Hace mucho tiempo que no experimento miedo, vergüenza, ira, debilidad o celos. Nada me hiere ni me afecta. Hace tiempo que no siento alegría, euforia, pasión, ternura o amor. Nada me emociona ni me ilusiona. Lo que único que siento es indiferencia ante todo, una tibieza y una calma enfermizas. Ya nada me mueve, porque no tengo interés por nada: no hay nadie que me resulte interesante o que llame mi atención. Sí, conozco a mucha gente simpática, agradable, amistosa y fiel, conozco a muchos imbéciles, frustrados, bordes o solitarios; pero ninguno de ellos, ni uno solo, despierta mi curiosidad. No veo que pueda aprender nada nuevo de la gente que me rodea. No hay nada que quiera experimentar ni creo que nada de lo que pueda vivir me vaya a llenar. No tengo esperanzas ni ilusiones, no veo un futuro más allá de las palabras que estoy escribiendo en este papel. No tengo ambiciones. Hablando friamente (de la única manera que ahora sé hablar), me he convertido en una sombra en este mundo. Mi existencia no tiene objetivo ni sentido. Ojalá pudiera volver a sentir frío o calor, esas sensaciones que me volvían loco y que ya no recuerdo más que por su nombre.

No entiendas estas palabras con tristeza o frustración. Las digo con la seguridad firme, científica, casi indiferente, con la que vivo cada día de mi vida. Me da lo mismo estar que no estar, pero ¿para qué sirve estar en estas condiciones? Tarde o temprano moriré, y hasta entonces esta tibieza seguirá acompañándome, como lleva haciendo tanto tiempo. ¿Por qué no acelerar el proceso? Sé que a muchos les sorprenderá esta decisión que he tomado. Puede que a alguno le haga daño mi ausencia. Pero también eso me resulta tibio e indiferente.

A ver si así, en el efímero momento en el que apriete el gatillo, me deje caer de la banqueta, clave la cuchilla o salte al vacío, siento algo.

Cualquier cosa.

Atentamente:
***




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miércoles, 13 de febrero de 2008

Café

No era hasta ese umbral entre la juventud y la madurez, umbral en el que los padres dejan de ser perfectos y pasan a ser humanos, cuando uno conocía realidades familiares que habían permanecido mágicamente apartadas de la realidad. Cuando uno atribuía formas, colores y lugares a dichos y memorias de casa, de la infancia. En éstas y otras historias andaba pensando Mario, amontonándolas en su particular pila de ideas por escribir y que jamás verían el papel, que no cayó en la cuenta de la figura que tenía sentada frente a él, mirándole. La chica había dicho algo de sentarse y de que el sitio estaba lleno, Mario había callado y ella, más cansada que suspicaz, había resuelto arriesgar allí la parada – es mejor pedir perdón que permiso-, pensó. La nueva ordenación espacial tenía a Mario abrumado haciendo bolitas con las servilletas de papel, como pretendiendo ordenar la mesa, azorado; como un anfitrión al que sorprenden los invitados llegando puntuales. Ante tal situación la chica sonrío y el calor invadió sus mejillas. Mario, traicionado por si mismo, se vio ofreciéndola tomar algo y, en ese punto, comenzó una enlazada conversación que les guió a ambos hasta tomar un único autobús en la misma dirección

UN ROBO ABSURDO

Esther se sorprende cuando llega a su coche. Recuerda, sin un asomo de duda, haberlo dejado perfectamente cerrado –de hecho, es una mujer muy meticulosa, y después de aparcarlo siempre chequea que esté todo en orden-, y ahora la puerta está entornada. Y además, pronto se da cuenta de que la cerradura ha sufrido desperfectos.

Entra en el coche y, sorprendentemente, todo parece en orden. Los papeles siguen en su sitio, el CD está intacto, la tapicería no ha sufrido daños, y ninguna de las cifras del cuentakilómetros ha variado. Esther está intrigada, no acaba de entender el motivo de la agresión que ha sufrido su utilitario.

Hasta que se percata de que falta la barra antirrobo.

No puede ser, se dice Esther, no pueden haber entrado en el coche para llevarse ESO. Una barra de andar por casa, la más barata que vio en el hipermercado, no tenía adornos ni incrustaciones de diamantes para hacerla atractiva. Ni siquiera estaba especialmente limpia, recuerda un poco avergonzada.

Pero, por más que mira y remira el coche, no nota la ausencia de nada más.
Al cabo de unos segundos de perplejidad, Esther rompe a reír, y saca el móvil de su bolso para contárselo a todo el mundo.

UNA BUENA INVERSIÓN

Una refulgente luna llena emerge sobre la línea del horizonte, y Héctor empieza a sentir las primeras señales de la transformación. Durante cinco minutos agónicos, sus huesos se retuercen, sus músculos cambian de forma, sus dientes se afilan y su voz se transforma en un gruñido. Pero pasa ese tiempo, Héctor se levanta, se mira al espejo, y constata satisfecho que su rostro sigue tan terso y limpio como siempre.

Antes de salir de su casa con rumbo al parque, a la caza de víctimas, Héctor se sonríe satisfecho. El dinero que me gasté en la depilación definitiva ha sido muy bien invertido, piensa para sus adentros, sólo a duras penas reprimiendo un aullido de júbilo.