sábado, 29 de mayo de 2010

No es la cerveza, pero se le parece.

Camina encorvada, enganchada, reducida, retorcida, intrincadamente doblada, estúpida en su mirada, sonrisa rota, muñecas frías y desnudas que no se abren porque ni fuerza le queda en el pecho para hacerlo. -*Suspira*-, hay algo más, ¿no dicen?, el que la sigue la consigue y cada noche amanece, también. Pero la pequeña Leña, Lisandra Leña, qué suerte de nombre que los otros niños no te cantarán insultos de palo y piedra, que romperán tus huesos de Leña. No sangra la madera, no, pero tú. Bueno, tú no eres de Leña.

No importan tanto los apellidos ni los defectos, excepto cuando se escupen. No sé qué tiene la saliva expulsada de la boca pero sienta de un mal recibirla en la cara que Lisandra se ha echado a llorar y se ha enrevesado en su propio cuerpo, ha anudado su columna y se ha arrodillado para aceptarlo, acatarlo, asumirlo, integrarlo. La humillación se merece. No haberse llamado así, leñe.

Lisandra quiere tener trece años, es que a los doce te tienen poco respeto porque ni una vez has vivido un año entero de mala suerte, como deben ser los trece. Lisandra bebe zumo de manzana en un bric de plástico, es un líquido amarillo como el pis, como la cerveza, se le vierte pues anda a la vez que bebe.

El zumo de manzana es una mierda, pero se acaba, Lisandra, todo se acaba, todo se pasa.

jueves, 9 de julio de 2009

Alma de cÁntaro

Alma de cántaro,
niña de barro, que tanto ibas a la fuente,
que tanto ibas a la fuente,

pero tanto ibas a la fuente...


que un día,
TE ROMPISTE.

martes, 3 de marzo de 2009

2008-01-29: NOCHE



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Este texto comenzó siendo una conversación que transformé en entrada de blog. Luego pasó a ser una escena teatral que nunca se llegó a representar por no llegar el momento adecuado (gracias, Paloma y Jose, por haber intentado dejaros dirigir). Nunca tuvo más título que el de esta entrada, a pesar de lo que significa para mí. Lo rescato del cajón donde estaba, esperando a ser representado, porque hoy me he sentido exactamente igual. Poca gente conoce esta parte de mí y, de esos, sólo un par la entiende. Curiosamente, hace un año, un mes y un día de aquella noche, tan lejana en tantos sentidos. Hace un año, un mes y un día que no llamo a esa mujer. Pero hoy, en cuanto publique este texto y apague la luz, volveré a llamarla.

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(Una habitación ni demasiado grande ni demasiado pequeña en algún lugar de Madrid. No está especialmente desordenada. Hay un cuarto de baño, una cama, un armario empotrado, una pequeña nevera y dos mesas que forman una ele. No hay luna en la noche, pero de haberla entraría sin dificultades por la ventana. MIGUEL está recostado en una silla, la cabeza echada sobre el respaldo, los pies sobre la mesa que forma la base de la ele. Sostiene en sus manos un portaminas y varios papeles con ecuaciones. Sobre la mesa, lo que parecen ser apuntes desperdigados, y un ordenador en el que brillan las soluciones de una anónima convocatoria de Redes de Ordenadores. MIGUEL observa un punto impreciso entre el techo del cuarto y el cielo infinito que se muestra tras el cristal que le protege del frío invernal.


Miguel

MIGUEL cierra los ojos al tiempo que respira muy profundamente. Vuelve a abrirlos con lentitud.)

M.- Sabía que vendrías.
E.- Me has llamado.
M.- (Hace una pausa) Se me hace difícil llamarte. En parte, no me gusta cómo me haces sentir.
E.- ¿Cómo te hago sentir?
M.- Débil.
E.- No son más que manías tuyas. No eres débil porque de vez en cuando te sientas…
M.- No lo digas.
E.- Entonces, ¿por qué sigues llamándome?
M.- Es una de esas noches en las que quería verte.
E.- Dijiste que no te gustaba cómo te hago sentir.
M.- Dije “en parte”.
E.- ¿Para qué necesitabas verme?
M.- No lo necesito.
E.- Acabas de decir…
M.- No necesito verte. Quiero verte.
E.- Es retórica.
M.- Es una diferencia importante.
E.- Para ti.
M.- Exacto. Para mí.
E.- Entiendo.
M.- ¿Quieres una cerveza?
E.- No tienes.
M.- Vaya. Me apetecía una cerveza.
E.- ¿Por qué?
M.- Es la postura. Invita a beber. Y rara vez rechazo una invitación.
E.- Lo sé.
M.- Realmente necesito una cerveza. Mi alma necesita una cerveza. ¿Cómo sabías que no tenía?
E.- Si la tuvieras, no me habrías llamado. La habrías utilizado para olvidarte de mí.
M.- Aunque no tenga cerveza, sé cómo es la sensación que producen. Beberé una, aunque no tenga. Pensaré que la tengo.
E.- ¿Para qué querías verme?
M.- Ya lo sabes.
E.- Sí. Pero tienes que decirlo.
M.- Un día largo y sin compañía, una noche en vela delante del ordenador, la calefacción ahuyentando el frío… Es un momento para compartir. Quería compartirlo contigo. Quería verte.
E.- Miguel…
M.- ¿Qué?
E.- No estoy aquí.
M.- Ya…
E.- No me ves. No me has visto nunca. No sabes siquiera si existo.
M.- Sí que existes. Lo sé.
E.- ¿Por qué lo sabes?
M.- Porque no sé que aspecto tienes, pero sé cómo me hace sentir el que no estés aquí. Conozco el cosquilleo que me produce tu sonrisa, aunque no la he oído nunca. Sé cómo me embriaga tu voz. Sé cómo huele tu pelo, cómo suena tu respiración, a qué sabe tu cuello. Miro la cama donde imagino que estás sentada y veo el agujero que deja tu ausencia. Casi puedo tocarte, porque sé exactamente la forma que tiene el vacío donde deberías estar. Sé que es real, porque hasta el aire que lo rodea parece echarte en falta.
E.- Eso es sólo una sensación. No es una certeza.
M.- Puede. A mí me basta.
E.- Por más que creas que existo, no hay manera de estar seguro.
M.- Cada persona que conoces te produce una sensación. Yo estoy haciendo el proceso al revés.
E.- ¿Tratas de que una sensación produzca una persona?
M.- No. Sé cómo me hace sentir esa persona. Sólo tengo que encontrarla… Sólo tengo que encontrarte.
(Pausa)
E.- Eso es…
M.- No lo digas.
E.- … muy bonito.
M.- Mierda.
E.- Pero sabes que las cosas no son así.
M.- ¿Por qué? ¿Por qué no van a ser así? ¿Por qué no pueden ser así?
E.- Miguel…
M.- ¡Dímelo! ¿Por qué te dedicas a aplastar esa puñetera ínfima esperanza?
E.- Miguel, me has llamado para eso. En parte, quieres que alguien te ate los pies en la tierra para no pasarlo mal. Quieres que sea yo la que te lo diga, la que te obligue a no sufrir por mí.
M.- Tienes razón.
E.- Eres tú el que la tiene. Tú pones las palabras en mi boca.
M.- Siento que algún día estarás aquí, llenando los vacíos que hay el aire en noches como ésta.
E.- Adoro que lo sientas. (Pausa) Miguel…
M.- ¿Qué?
E.- Dilo. Di por qué estoy aquí, contigo.
M.- No quiero decirlo.
E.- Eso no es cierto. Quieres decirlo. Quieres decírmelo. O no me habrías llamado.
M.- Dijiste que te había llamado para ponerme los pies en la tierra.
E.- Dije “en parte”.
M.- (con dificultad) Me siento solo esta noche.
E.- (Sonríe, satisfecha) Sabes que es sólo esta noche. Que la soledad no dura para siempre.
M.- Lo sé.
E.- Que algún día estaré aquí.
M.- Lo sé.
E.- Yo también quería verte (desaparece).
M.- Hasta pronto.


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martes, 3 de febrero de 2009

Imbatido




De entre una selva de piernas y barro se abre paso el esférico, directo a mí. Un maldito misil del diablo. Ha cogido una trayectoria curva, directa al poste izquierdo. Cojo impulso y me lanzo al encuentro. Estiro el brazo hasta sentirlo salirse de mi cuerpo. Noto el impacto en mis dedos, y del choque, éste se desvía hasta salir por la línea de fondo. La grada prorrumpe en vítores. Yo sigo masticando el recuerdo de anoche, y tu decisión de no querer volver a verme.

Es el partido clave de la temporada; si ganamos, ascendemos de categoría. Eso supondrá más ingresos, campo de césped natural, y un aumento en nuestras nóminas. Es vital ganar. Observo el marcador; uno a cero a favor, y quince minutos de la segunda parte. En el primer tiempo marcamos en claro fuera de juego, y de momento estamos dando la sorpresa. Restan treinta minutos para el final del encuentro, y el equipo rival domina el juego. Tienen más calidad, mejores jugadores. Asedian mi portería. Treinta minutos, el tiempo que empleaste en sacar mierda de años atrás. Llorabas mientras ibas enumerando uno a uno aquellas veces que te hice sentir mal. Me hablabas de unas vacaciones - en las que según tú - me dediqué sólo a tomar el sol en la playa - sin prestarte atención -, de una noche en la que me quedé dormido en el teatro, de todas aquellas veces que me hablabas de tus libros leídos y yo subía el volumen de la tele, que nunca tuve un detalle contigo, y entre otras actuaciones, cómo no, mis silencios cuando me proponías tener un enano. Yo te miraba a los ojos, y tú me esquivabas. Intenté tomarte la mano, y la retiraste hacia atrás, eléctrica. No me dejaste hablar. Intentaba defenderme; ¡todo aquello era ridículo! ¿Por qué no me lo dijiste cuando actuaba mal? ¡No soy adivino! No me querías escuchar. Me entraron ganas de mandarte a la mierda.

Un balón por alto se aproxima al área. Se disponen a saltar el delantero y un compañero para disputarlo. Me apresuro hasta el punto de acción y salto con todas mis fuerzas. Golpeo con mis puños el balón, arrollando en el camino a rival y compañero. El delantero cae al suelo y pide penalty. El árbitro nos contempla y gira el cuello, señalando con su brazo saque de banda. Eso no fue penalty, pero si hubieras sido tú la del silbato seguramente me hubieras expulsado del encuentro; del mismo modo que me echaste de casa a empujones. Sin dejarme hablar. Estabas histérica. Dijiste que ya no me querías. Tus ojos estaban enrojecidos. Cuando intenté dar cordura a todo aquello me plantaste la puerta en las narices. Desconectaste el móvil, ignoraste mis llamadas al telefonillo. Escruto alrededor. El juego se desarrolla en el centro del campo. Las gradas repletas de gente que nos aplaude. El marcador señala el minuto veintiséis. Veintiséis de mayo, tu cumpleaños.

Falta al borde del área. El memo de mi equipo, un defensa lento en la anticipación, ha derribado al delantero. Al menos no lo hizo dentro del área. Coloco la barrera con siete hombres; siete años de relación... El árbitro se lleva el silbato a la boca y sopla con fuerza. El adversario corre hacia el balón y chuta. Éste supera por alto la barrera. Rosca imposible. Me retuerzo como una carpa. Bloco el balón. Siento la grada adherida a mi oído. Un compañero me frota la cabeza, y cuando lo hace me acuerdo de tus masajes capilares sobre el sofá, en casa de una de tus amigas. Fue en aquella fiesta donde nos presentaron, donde tonteamos, y donde intentamos apagar nuestros fuegos con gasolina en el cuarto de las escobas. Aún me duelen los labios de tus besos, que ardían. Me incorporo con la bola entre las manos; cojo carrerilla, arqueo mi brazo izquierdo hacia atrás, y lo lanzo hacia delante, propulsando el balón lejos del área. Todos se dirigen hacia la zona de juego que he habilitado. Y me quedo solo. Brazos en jarra. Jarra de barro apunto de desplomarse en el suelo. Minuto treinta y cuatro. Me dijiste que ya no estabas enamorada.



Coincidimos un par de veces en la cafetería "Platero", donde ibas a escuchar a bohemios recitar poesía. Yo me dejaba caer por el garito. No me interesaba nada aquel mundillo, pero un chivatazo de tu amiga me puso en pista, y decidí jugar en tu estadio. Jugaba como visitante. Visitante... rival... El delantero se ha zafado de la marca endeble de la defensa, y encara la portería; un mano a mano. Aprieto los dientes, y salgo con brazos extendidos, tapando el ángulo corto. Me intenta driblar, pero adivino sus intenciones. Me arrojo al suelo, y entre sus piernas atrapo el cuero. El tipo cae al suelo. Se revuelve y con aspavientos reclama penalty. Le muestran cartulina amarilla por simular. Todos simulamos. Unos acaban amonestados, otros suspendidos indefinidamente. Me levanto, pido con gritos al equipo más concentración. La parroquia corea mi nombre. El entrenador me aplaude con una gran sonrisa, como al niño que le compran un helado; "¡minuto treinta y ocho, campeón! ¡Aguanta siete minutos, que lo estás haciendo de cojones!", me grita desde la banda. Asiento, lanzo al aire el balón y lo golpeo de volea. Éste se vuelve a perder metros más allá.

Siempre me contabas tus problemas, me hablabas de tus inquietudes, de tus gustos; y yo no escuchaba. La tele me embobaba. Te prefería acurrucada a mi lado, arropada con una manta, durmiendo. Estabas preciosa cuando dormías. Resoplabas de tal modo que parecía que estabas inflando globos. Me acomodé a lo que yo quería. Acaban de expulsar al imbécil de mi compañero, el defensa. Ha derribado a un tipo en el área, por detrás. El árbitro se alinea junto al punto de castigo. Derribé tu felicidad. Directamente me desentendí de nuestro juego de pareja. El entrenador me grita algo. No sé qué dice, gesticula mucho. Un compañero me pega un puñetazo en el hombro para animarme. El delantero coloca con mimo el esférico sobre el punto de cal. El público le silba, le increpa. Me acerco hasta su altura, escupo al lado del balón. "Tíralo a la izquierda, valiente", le susurro a mi rival. Éste me devuelve una sonrisa torcida. Vuelvo a la línea de gol, doblo rodillas, tenso brazos en horizontal. Minuto cuarenta y cuatro.

Recuerdo aquellas noches de baile latino. El delantero coge carrerilla. Recuerdo el día que te prometí ser más atento y considerado contigo. El árbitro se lleva el silbato a la boca. Recuerdo aquella noche en la que me dijiste que me querías, enredando tu dedo meñique entre los pelos de mi pecho. Se oye un pitido seco. Recuerdo el libro de poemas que me regalaste, y que días más tarde encontraste tirado entre la ropa sucia. El delantero se acerca con trote rítmico al balón. Recuerdo tu cara brillante cuando conseguí que el pianista de aquel restaurante tocase tu canción favorita. Golpea el balón. Recuerdo las veces que me juré a mí mismo cambiar aquello que odiabas de mí. Me tiro hacia el lado contrario del que le insinué al delantero rival, con los brazos estirados. Recuerdo todos aquellos momentos que desempolvaste anoche, y se me juntan en la espalda como losas de granito. Capto la trayectoria del balón; lo he atrapado. El público ruge. Asimilo la razón que tuviste en lo que me dijiste. El entrenador abraza a medio banquillo. Comprendo que me mandaras esta mañana un mensaje diciendo que fuera a recoger mis cosas el fin de semana, aprovechando que tú te ibas a visitar a tus padres, y que dejase las llaves bajo la alfombra. Me reincorporo, escupo el barro que se ha metido en mi boca. Saco lo más largo posible.

Minuto cuarenta y siete. El árbitro señala el final del partido. El respetable se abraza, brinca, salta, entona mil cánticos. Me veo rodeado por mi equipo; me abrazan, me besan, palmean mi espalda. El entrenador ríe a carcajadas, habla atropelladamente, y me escupe de vez en cuando en la cara. Acaban manteándome. De nuevo la afición corea mi nombre. ¿Y todo este baño de gloria es por permanecer... imbatido?

Me dirijo al vestuario lo más rápido que puedo. Me espera el que quizá sea partido más importante de mi vida. Comenzaré por comprar un buen ramo de rosas rojas, las que ella adora.

martes, 20 de enero de 2009

Ha quedado...

Actualizado con cambios que me han propuesto..

Ha quedado hace cinco minutos, pero sigue apoyado en el sofá, mirando por la ventana que le separa de una bruma que parece venirle a buscar. La luna ha querido bajar a bailar con las farolas, suspendidas entre las nubes, creando pequeños globos de luz en el aire, solícitas, mientras ella se esconde, ruborizada, tras los edificios.

Ha quedado hace diez minutos. El cristal se empaña a cada bocanada de humo. El asfalto está barnizado de una fina capa de húmeda nostalgia.

Recuerda el sitio en el que ha quedado, con su ancha pérgola bañada en hojas y flores, sus ojos redondos como pequeñas bolas de cristal en las que adivinar un futuro, las mesas abarrotadas, su ilusión, su magia, el pan caliente con brie, el calor del verano, sus manos extendidas sobre la mesa para coger las suyas. Se le aparece como un retrato en fotografía, el fondo borroso, los detalles escasos, tan sólo esos ojos llenos de vida y promesas.

Ha quedado hace quince minutos. Pero las hojas hace tiempo que marchitaron, piensa, y recorrerá las dos calles entre la bruma, pasando los pequeños chalets de visillo y luz en una ventana, la vieja escultura tirada en mitad de la calle, los coches sobre la acera, el cigarro que no se dejará liar con el frío, una señora paseando un perro, un punky y el sonido de sus llaves con cada zancada... ¿Para qué?..¿Por qué ir? para llegar a un cementerio de ilusiones, la pérgola desnuda, las mesas desiertas, empapadas, el interior de madera, recargado, con sus camareras con ganas de cerrar.

Ella estará mirando su reloj, llega tarde y no es habitual, ya nada lo es; pedirán el pan con brie, cerveza y clara con limón, como si los posos comunes fueran a suavizar el abismo entre los dos. Él se estremecerá, como si hubiera visto un fantasma del pasado, la mirará, pero la ilusión se habrá borrado, dejando unas cuencas negras, que ella dirigirá rápidamente al suelo. Algunas distancias son imposibles de recorrer. Él mantendrá la cabeza alta, orgulloso, la mirada inquisitiva, la rabia hirviendo la sangre. Ella simplemente estará ahí, la cabeza agachada, la boca intentando sonreír. Y le mirará, levantará la cara y le mirará y, en ese segundo en que el tiempo se detiene y puede uno dedicarse a contemplar la fotografía, no habrá palabras, solo ideas evaporadas por las cuencas y engullidas por unos ojos en busca de respuestas. Le pedirá un cigarro y surgirán las palabras, vomitadas con el humo, desordenadas, atropelladas, distintas a las que había pensado para el momento.

Apaga el cigarro en el cenicero del alféizar y llena sus pulmones de niebla. Coge la riñonera apoyada en el sofá y la cazadora, entra en su habitación, las cuelga, se desnuda y se mete en la cama. Ha quedado hace veinte minutos.