miércoles, 22 de octubre de 2008

Casualidades (II)

De camino a casa, con el Ford Ka rojo de alquiler, escuché todo el repertorio de Mano Solo del MP3, que aunque no lo entiendo, me llena de sensaciones y sentimientos, empezando con Je suis venu vous voir, versión concierto; tengo que aprender francés, está claro, aunque igual cuando le entienda me gustará menos; a veces es mejor no entender según qué cosas. Sucedieron un par de días de descanso, televisión, poca música, tortellinis, lomo con brie -mi especialidad-, y un zumo exquisito de naranja y melocotón. El segundo día por la tarde decidí que no estaría mal salir de la casa, que de la manera actual igual podría estar en Alpedrete que en Mallorca. Salí y me compré una Lonely Planet de la isla, en inglés, porque conseguir algo en Español en Mallorca es como conseguirlo en Berlín.

A la mañana siguiente, abrí la guía por el resumen y ví que hablaban maravillas de Deiá, así que metí una toalla, un bañador, un libro y el portátil en el Ka y me puse a serpentear por las carreteras mallorquinas. De camino podía pasar por el Castillo de Alaró, que también lo destacaban en la guía. Feliz me fuí para allá con el plano de la guía como único mapa; está bien renegar de los gps’s, aprender a orientarse con las señales, o preguntando, pero, ¿iríais por Madrid en coche, con un plano de metro para orientaros? Por suerte el aleatorio del MP3 iba soltando perlas como Podré tornar enrera -algo que me he preguntado muchas veces-, de Sopa de Cabra, Por, de Els Pets, The Secret’s in the Telling, de Dashboard Confessionals y Nacidos para perder, de Sabina. Varias vueltas innecesarias por el interior de Mallorca después, con parada intermedia para el café de las doce -imprescindible-, llegué a Alaró.

Tras unos kilómetros de sendero de doble sentido, pero estrecho como el Ka, haciendo mil maniobras para dejar pasar a los que bajaban, llegué al parking. ¡Qué bien!, ahora andar un poquito y unas vistas preciosas. El kilómetro y medio que, según la guía, hay del parking hasta el castillo, debía ser originalmente milla y media y se perdió en la traducción. Totalmente desfondado, después de andar casi una hora a buen ritmo, hidraté el cuerpo con cerveza y la mente con las vistas. Previamente me había vuelto a poner la camiseta que me había quitado para subir, no fuera que me echasen comida los guiris al llegar al castillo. Tan solo las moscas impedían el descanso absoluto. Impacta la sensación de reencontrarse con el silencio, como puede uno pasar tanto tiempo sin tener la sensación de estar envuelto solo de aire, montañas y como único sonido las hojas que van cayendo de los árboles. Mi cuerpo asimiló rápido la cerveza y la tripa comenzaba a rugir, así que bajé bastante más rápido de lo que había subido -suele pasar-. El escalope del restaurante que había justo antes de llegar al parking estaba exquisito, pero costó entrarlo entero, uno nunca ha sido de comer demasiado. La camarera, camiseta y pantalones negros, morena de rizos largos y la piel café con leche, parecía preocupada porque no me hubiera gustado. Otro en mis circunstancias le hubiera dicho algo como que me había gustado casi tanto como ella, pero en esos momentos estaba más preocupado porque la cerveza empujase al escalope hacia abajo. Cuando uno puede comer con calma, tranquilamente, viendo el espacio crearse para el siguiente bocado, saboreando el café de después, dejando correr el tiempo sentado en la silla, la vida parece tener más sentido.

Había estado pensando, en el camino en coche hacia el castillo, en la morena del aeropuerto y, en aquel momento, entró por la puerta del restaurante; sigo creyendo en las casualidades. Llevaba la misma mochila enorme del otro día y llegaba toda sudada; es imposible que no me la haya cruzado al subir ni bajar, imposible. Me miró y, en aquel momento, deseé que ella no creyese en las casualidades tanto como yo. Se sentó frente a mi y esbozó una media sonrisa -creo que es la primera vez que la veía reirse, en el aeropuerto me pareció que estaba muy seria. - Pensé que no te volvería a ver -dijo-. Ya no recuerdo lo que le contesté, la verdad. A veces, la mente bloquea el recuerdo de que uno mismo perteneció a la escena y se concentra en el otro y en las sensaciones, las emociones; en todo lo que implicaba su frase y en aquella agradable, tan inesperada, situación.


continuará...

viernes, 10 de octubre de 2008

BAILES INDIOS

Sally entreabre perezosamente un ojo, y sonríe cuando vislumbra entre las legañas a su bravo. Nube Amarilla, nunca hasta anoche había dormido en una cama, ni había hecho el amor dentro de unas paredes que no fueran de piel de bisonte. Sally, ya algo más despierta, aparta el edredón y recorre con la mirada el cuerpo de su bronceado guerrero, de su puma, de su coloso de la reserva. Y pensar que yo quería ir a Cuba, se dice con una nueva sonrisa en los labios. Esto de tener amigas antropólogas es impagable.


Unos minutos más tarde, Nube Amarilla se despierta, masculla unas palabras en lakota, se levanta brioso y camina hacia el cuarto de baño. Sally ve alejarse su cuerpo desnudo por el hueco de la puerta, y suspira de placer.

Poco después, el suelo de la casa retumba con un rítmico estampido, mientras unos estridentes gritos traspasan las paredes.

-¡No, cariño! –Sally se levanta de la cama, muerta de risa -. ¡No hace falta la danza de la lluvia para abrir la ducha! ¡No te preocupes, ahora te enseño el mecanismo!

domingo, 5 de octubre de 2008

Casualidades.. (Parte I)

La puerta 18 del aeropuerto estaba prácticamente vacía, tan sólo algunos extremadamente previsores o, que como yo, habían enlazado los distintos transportes con precisión milimétrica. Me encogí en uno de los asientos, descansando las piernas sobre la maleta y encendiendo el MP3, justo para que Van Morrison me balancease entre la nostalgia y la melancolía con su Magic Times. Nunca sabes si es tu estado de ánimo el que encaja con la sesión aleatoria del bicho o si es la música la que te cambia el estado de ánimo. En cualquier caso, me sedujo el viaje propuesto por Morrison y lo acompañé con Bridges de Tracy Chapman. Puentes que se queman o quemas, un día te encuentras andando sólo. A veces las mejores intenciones no hacen que las cosas vayan bien; esa frase me llega, en inglés suena definitivamente mejor. Sumergido en estos pensamientos no caí en que ya tenía a un matrimonio sentado al lado y los asientos comenzaban a escasear. El hombre con cara de buena persona, transmitía tranquilidad, me recordaba en cierto modo a mi abuelo.

Andaba pensando en mi abuelo, con la cabeza echada hacia atrás, escuchando As Ilhas das Açores, de Madredeus, canción que creo puede tranquilizarme en cualquier momento, cuando noté que alguien ocupaba el asiento de mi izquierda. Junté los dos brazos dentro del asiento, evitando así el contacto y salirme del estado en el que estaba sucumbiendo gracias a la canción. Una cuna en medio del mar, las olas ligeras que mecen suavemente la cuna mientras las manos rozan el agua y la brisa despeja la cara de todo pelo, todo pensamiento. El bicho quiso que después de la calma viniera la tempestad con Sharabbey Road de Vetusta Morla y desperté súbitamente; el mar ya no estaba, la cuna había desaparecido, pero tenía a mi lado a una morena, de pelo rizado, camisa morada y una mochila enorme, leyendo una guía de Mallorca. Despertarse, al fin y al cabo, no es tan malo, pensé. Cerró la guía y pensé en un millón de frases introductorias para una conversación, todas centradas en la idea de que ella viajaba sola a Mallorca y yo también, lo que me parecía una combinación perfecta. Hubiera sido tan fácil como un “me dejas la guía un segundo, he estado pensando en comprarme una, porque voy a estar unos días sólo por Mallorca y...”, bastante sencillo. Esa timidez que aparece en los momentos más inoportunos me hizo no abrir la boca y quedarme escuchando los compases de Chasing Cars, de Snow Patrol, seguido de Burgundy Shoes, de Patty Griffin. Soy un escéptico, creo en la casualidad y no en el destino, pero sí creo en las energías y, sentado en aquella butaca del aeropuerto, la tensión para mi era palpable. Es probable que ella estuviera pensando en una frase para arrancar, o en lo estirado de su vecino de butaca, que no solo no decía nada, si no que andaba absorto en su música. Se levantó y se fue. Obviamente, la esperanza de que le hubiera tocado el asiento contiguo al mío no se cumplió; el destino... perdón, la casualidad, no suele dejar tantos caramelos seguidos.

viernes, 3 de octubre de 2008

VOLAR - Capitulo 2. Atado

“Despierta cabrón” Gritaba mi madre, a la vez que el despertador “Eres un maldito holgazán, cómo te crees que tu padre y tu abuelo mantuvieron en pie la tienda”. Me dirijo al baño, y siento que todo da vueltas. Me duele la cabeza y apesto a alcohol. “¡¡¡Son las 9:30!!!, cómo no abras hoy a la hora” Me doy una ducha, tomo un café, y cojo el coche a la tienda. Mejor desayunar fuera de casa, parar en una farmacia a por gelocatil, en la guantera ya no me quedan. Desayuno en los Manolos, y mientras miro como el plato de churros se pierde en el vacío, las arcadas me vuelven. “Despierte” La camarera me toca el hombro, siento como la babilla me cuelga, y sin decir nada me voy al baño. Mierda de vida. Me quedo sentado en la taza del water y saco un rotril de mi bolsillo. Escribo no me acuerdo qué gilipollez sobre la pared. Poco a poco me recupero, y miro el reloj, son las 9:57, más vale que vaya a la tienda.


Cuando entro Roberto ya ha abierto las persianas y todo parece en funcionamiento. Si mi madre me dejara le hubiese vendido la tienda. Con ese dinero y la pensión de mi padre, hubiese trasladado a mi madre a Antequera, para que disfrutara del sol y dejara de joderme con sus sermones. Sin él todo se hubiese ido al garete, y sin mi madre detrás, creo que él se hubiera ido sumando sueldo tras sueldo hasta vacíar las cuentas. Pero otra cosa no pero tocar los cojones, eso sí que sabe mi madre, y lo mismo de cuentas. A veces pensaba que se tiraba a mi madre, luego cuando me tiraba a su hija, me enteré que no, que a él le iban otras cosas. Entre los dos hacen un gran equipo, y cuando estaba mi padre, dicen que la tienda iba viento en popa. Ahora vamos bien, sobrevivimos y en navidades nos forramos. Se nota que cada vez más se extienden los rancios abolengos, y las camisetas de monta, hemos ampliado la sección de ropa porque es la preferida de las niñas. Cada vez más perifolladas, doblamos el precio cuando les vemos entrar con los dejes de salamanca, y el bien hacer de la rozas. Pero son las que nos dan de comer, mientras los clientes de siempre, los que saben de la calidad del cuero, quienes saben distinguir una escopeta china, de una obra fabricada en Guipúzcoa por el ruido del percutor, son a los que mi padre llamaba señores, y antes de eso mi abuelo les servía un vino en la trastienda. Ahora son cada vez menos, nuestros contactos, unos se han ido muriendo, otros los he ido perdiendo.


Suena el teléfono y es mi madre, le pido que lo coja Roberto, y que le diga que estoy en el almacén, haciendo el recuento para terminar los pedidos. Por suerte me viene un excusa mejor, me llama Sara al móvil. Se disculpa, me dice que me tiene abandonado, que ahora tiene mucho trabajo. Está terminando el proyecto de fin de carrera, y encima las clases particulares la tienen hasta las mil los fines de semana, quiere conseguir dinero para que este verano recorramos juntos el sur de Italia. Pienso en decirle que no se preocupe que yo tengo dinero, pero como siempre entramos en la discusión prefiero que haga como quiera, y dejarlo todo en paz. Nos reímos un buen rato y quedamos en vernos. Al instante mi madre, me llama directamente al movil, y cuando le digo que estaba hablando con Sara en lugar de insultarme no para de adularla, y repetir que es lo único bueno que tengo, que espera que no la cague, y algún día nos casemos. Como si esa fuera la solución a todo, el punto y final.

miércoles, 1 de octubre de 2008

lo pinté yo...

Oscar estira una y otra vez la chaqueta, que parece querer incomodarle, mientras siente que medio autobús le está mirando. Mete los dedos por el cuello de la camisa únicamente para volver a comprobar que sí, que hay hueco y que no, que la camisa no se da de sí. El mismo autobús de cada mañana, piensa, nunca lo había cogido a esta hora. La luz no es la misma, el paisaje parece distinto, más nitido, y todo lo que ya había visto anteriormente, parece ahora renacer con formas distintas. Pasea por las mismas calles, esta vez a paso más ligero, se detiene en los mismos semáforos, contempla los mismos escaparates, pero, al llegar a su destino, la puerta por la que entra es nueva. Una vez dentro, contempla los gigantescos mármoles, los espacios abiertos, las fotografías colgadas como cuadros, las eternas escalinatas, las mujeres de tacón alto y copa de champán. No puede evitar, por un momento, sentirse incómodo con sus ropas, ajeno, con la sensación de decenas de ojos que le miran desde todos los rincones, como si detectasen que él no pertenece al sitio, como juzgándole. La excitación del momento, la enormidad del sitio, le hacen olvidar rápidamente sus incomodidades y busca la entrada en el bolsillo interior de la chaqueta, vuelve a mirar el precio, insultante, exagerado, en cierto modo vergonzoso, y recuerda la cara de su madre al dársela en su cumpleaños.

Pasa los minutos, estático, como clavado a la butaca, con los ojos vidriosos contemplando el escenario, la mente absorbiendo todo cuanto pasa y, cuando Francesco Hong e Indra Thomas cantan a duo sobre un paraje desolado, medio temblando y con los pelos completamente erizados, observa el gigantesco tronco de poliuretano y piensa, ese tronco lo pinté yo....