miércoles, 13 de febrero de 2008

Café

No era hasta ese umbral entre la juventud y la madurez, umbral en el que los padres dejan de ser perfectos y pasan a ser humanos, cuando uno conocía realidades familiares que habían permanecido mágicamente apartadas de la realidad. Cuando uno atribuía formas, colores y lugares a dichos y memorias de casa, de la infancia. En éstas y otras historias andaba pensando Mario, amontonándolas en su particular pila de ideas por escribir y que jamás verían el papel, que no cayó en la cuenta de la figura que tenía sentada frente a él, mirándole. La chica había dicho algo de sentarse y de que el sitio estaba lleno, Mario había callado y ella, más cansada que suspicaz, había resuelto arriesgar allí la parada – es mejor pedir perdón que permiso-, pensó. La nueva ordenación espacial tenía a Mario abrumado haciendo bolitas con las servilletas de papel, como pretendiendo ordenar la mesa, azorado; como un anfitrión al que sorprenden los invitados llegando puntuales. Ante tal situación la chica sonrío y el calor invadió sus mejillas. Mario, traicionado por si mismo, se vio ofreciéndola tomar algo y, en ese punto, comenzó una enlazada conversación que les guió a ambos hasta tomar un único autobús en la misma dirección

1 comentario:

La Loca dijo...

El café es parte imprescindible de la "receta para aprender a estar sólo". Tómate muchos cafés contigo mismo, pero no me refiero al café mañanero, ese ritual sin el cual muchos no nos sentimos personas; sino al café-tertulia, el que se utiliza como excusa para hablar de no precisamente cualquier cosa. Pregúntate con la curiosidad del que se enfrenta a un completo desconocido.