martes, 3 de febrero de 2009

Imbatido




De entre una selva de piernas y barro se abre paso el esférico, directo a mí. Un maldito misil del diablo. Ha cogido una trayectoria curva, directa al poste izquierdo. Cojo impulso y me lanzo al encuentro. Estiro el brazo hasta sentirlo salirse de mi cuerpo. Noto el impacto en mis dedos, y del choque, éste se desvía hasta salir por la línea de fondo. La grada prorrumpe en vítores. Yo sigo masticando el recuerdo de anoche, y tu decisión de no querer volver a verme.

Es el partido clave de la temporada; si ganamos, ascendemos de categoría. Eso supondrá más ingresos, campo de césped natural, y un aumento en nuestras nóminas. Es vital ganar. Observo el marcador; uno a cero a favor, y quince minutos de la segunda parte. En el primer tiempo marcamos en claro fuera de juego, y de momento estamos dando la sorpresa. Restan treinta minutos para el final del encuentro, y el equipo rival domina el juego. Tienen más calidad, mejores jugadores. Asedian mi portería. Treinta minutos, el tiempo que empleaste en sacar mierda de años atrás. Llorabas mientras ibas enumerando uno a uno aquellas veces que te hice sentir mal. Me hablabas de unas vacaciones - en las que según tú - me dediqué sólo a tomar el sol en la playa - sin prestarte atención -, de una noche en la que me quedé dormido en el teatro, de todas aquellas veces que me hablabas de tus libros leídos y yo subía el volumen de la tele, que nunca tuve un detalle contigo, y entre otras actuaciones, cómo no, mis silencios cuando me proponías tener un enano. Yo te miraba a los ojos, y tú me esquivabas. Intenté tomarte la mano, y la retiraste hacia atrás, eléctrica. No me dejaste hablar. Intentaba defenderme; ¡todo aquello era ridículo! ¿Por qué no me lo dijiste cuando actuaba mal? ¡No soy adivino! No me querías escuchar. Me entraron ganas de mandarte a la mierda.

Un balón por alto se aproxima al área. Se disponen a saltar el delantero y un compañero para disputarlo. Me apresuro hasta el punto de acción y salto con todas mis fuerzas. Golpeo con mis puños el balón, arrollando en el camino a rival y compañero. El delantero cae al suelo y pide penalty. El árbitro nos contempla y gira el cuello, señalando con su brazo saque de banda. Eso no fue penalty, pero si hubieras sido tú la del silbato seguramente me hubieras expulsado del encuentro; del mismo modo que me echaste de casa a empujones. Sin dejarme hablar. Estabas histérica. Dijiste que ya no me querías. Tus ojos estaban enrojecidos. Cuando intenté dar cordura a todo aquello me plantaste la puerta en las narices. Desconectaste el móvil, ignoraste mis llamadas al telefonillo. Escruto alrededor. El juego se desarrolla en el centro del campo. Las gradas repletas de gente que nos aplaude. El marcador señala el minuto veintiséis. Veintiséis de mayo, tu cumpleaños.

Falta al borde del área. El memo de mi equipo, un defensa lento en la anticipación, ha derribado al delantero. Al menos no lo hizo dentro del área. Coloco la barrera con siete hombres; siete años de relación... El árbitro se lleva el silbato a la boca y sopla con fuerza. El adversario corre hacia el balón y chuta. Éste supera por alto la barrera. Rosca imposible. Me retuerzo como una carpa. Bloco el balón. Siento la grada adherida a mi oído. Un compañero me frota la cabeza, y cuando lo hace me acuerdo de tus masajes capilares sobre el sofá, en casa de una de tus amigas. Fue en aquella fiesta donde nos presentaron, donde tonteamos, y donde intentamos apagar nuestros fuegos con gasolina en el cuarto de las escobas. Aún me duelen los labios de tus besos, que ardían. Me incorporo con la bola entre las manos; cojo carrerilla, arqueo mi brazo izquierdo hacia atrás, y lo lanzo hacia delante, propulsando el balón lejos del área. Todos se dirigen hacia la zona de juego que he habilitado. Y me quedo solo. Brazos en jarra. Jarra de barro apunto de desplomarse en el suelo. Minuto treinta y cuatro. Me dijiste que ya no estabas enamorada.



Coincidimos un par de veces en la cafetería "Platero", donde ibas a escuchar a bohemios recitar poesía. Yo me dejaba caer por el garito. No me interesaba nada aquel mundillo, pero un chivatazo de tu amiga me puso en pista, y decidí jugar en tu estadio. Jugaba como visitante. Visitante... rival... El delantero se ha zafado de la marca endeble de la defensa, y encara la portería; un mano a mano. Aprieto los dientes, y salgo con brazos extendidos, tapando el ángulo corto. Me intenta driblar, pero adivino sus intenciones. Me arrojo al suelo, y entre sus piernas atrapo el cuero. El tipo cae al suelo. Se revuelve y con aspavientos reclama penalty. Le muestran cartulina amarilla por simular. Todos simulamos. Unos acaban amonestados, otros suspendidos indefinidamente. Me levanto, pido con gritos al equipo más concentración. La parroquia corea mi nombre. El entrenador me aplaude con una gran sonrisa, como al niño que le compran un helado; "¡minuto treinta y ocho, campeón! ¡Aguanta siete minutos, que lo estás haciendo de cojones!", me grita desde la banda. Asiento, lanzo al aire el balón y lo golpeo de volea. Éste se vuelve a perder metros más allá.

Siempre me contabas tus problemas, me hablabas de tus inquietudes, de tus gustos; y yo no escuchaba. La tele me embobaba. Te prefería acurrucada a mi lado, arropada con una manta, durmiendo. Estabas preciosa cuando dormías. Resoplabas de tal modo que parecía que estabas inflando globos. Me acomodé a lo que yo quería. Acaban de expulsar al imbécil de mi compañero, el defensa. Ha derribado a un tipo en el área, por detrás. El árbitro se alinea junto al punto de castigo. Derribé tu felicidad. Directamente me desentendí de nuestro juego de pareja. El entrenador me grita algo. No sé qué dice, gesticula mucho. Un compañero me pega un puñetazo en el hombro para animarme. El delantero coloca con mimo el esférico sobre el punto de cal. El público le silba, le increpa. Me acerco hasta su altura, escupo al lado del balón. "Tíralo a la izquierda, valiente", le susurro a mi rival. Éste me devuelve una sonrisa torcida. Vuelvo a la línea de gol, doblo rodillas, tenso brazos en horizontal. Minuto cuarenta y cuatro.

Recuerdo aquellas noches de baile latino. El delantero coge carrerilla. Recuerdo el día que te prometí ser más atento y considerado contigo. El árbitro se lleva el silbato a la boca. Recuerdo aquella noche en la que me dijiste que me querías, enredando tu dedo meñique entre los pelos de mi pecho. Se oye un pitido seco. Recuerdo el libro de poemas que me regalaste, y que días más tarde encontraste tirado entre la ropa sucia. El delantero se acerca con trote rítmico al balón. Recuerdo tu cara brillante cuando conseguí que el pianista de aquel restaurante tocase tu canción favorita. Golpea el balón. Recuerdo las veces que me juré a mí mismo cambiar aquello que odiabas de mí. Me tiro hacia el lado contrario del que le insinué al delantero rival, con los brazos estirados. Recuerdo todos aquellos momentos que desempolvaste anoche, y se me juntan en la espalda como losas de granito. Capto la trayectoria del balón; lo he atrapado. El público ruge. Asimilo la razón que tuviste en lo que me dijiste. El entrenador abraza a medio banquillo. Comprendo que me mandaras esta mañana un mensaje diciendo que fuera a recoger mis cosas el fin de semana, aprovechando que tú te ibas a visitar a tus padres, y que dejase las llaves bajo la alfombra. Me reincorporo, escupo el barro que se ha metido en mi boca. Saco lo más largo posible.

Minuto cuarenta y siete. El árbitro señala el final del partido. El respetable se abraza, brinca, salta, entona mil cánticos. Me veo rodeado por mi equipo; me abrazan, me besan, palmean mi espalda. El entrenador ríe a carcajadas, habla atropelladamente, y me escupe de vez en cuando en la cara. Acaban manteándome. De nuevo la afición corea mi nombre. ¿Y todo este baño de gloria es por permanecer... imbatido?

Me dirijo al vestuario lo más rápido que puedo. Me espera el que quizá sea partido más importante de mi vida. Comenzaré por comprar un buen ramo de rosas rojas, las que ella adora.