martes, 16 de septiembre de 2008

BIENVENIDO A CASA

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Con sus treinta años de experiencia, Alfredo Padúa no encontraba explicación a sus temblores. Agarró con firmeza la pala para ahuyentar de sí los malos espíritus, y la levantó amenazadoramente por encima de su cabeza previendo la necesidad de ahuyentar también algún ser más terrenal.
- ¿Quién anda ahí? - Gritó a la noche abierta del cementerio.
Entre la oscura bruma se podía distinguir una figura enana e inmóvil junto a la familiar forma de una lápida. Tras pasar tantas noches en aquellos terrenos, encontrarse de frente con las sombras sinuosas y tétricas de los mausoleos le inspiraba más tranquilidad que toparse con una silueta humana.
Se aproximó unos pasos, pala en mano, y encontró un niño de no más de cinco años arrodillado frente a un montón de tierra.
- ¿Qué haces aquí, chico?
El niño no respondió. Estaba terriblemente quieto, su mirada fija en el montón de tierra. Alfredo se rascó la cabeza debajo de la gorra. Parecía que la tierra había sido removida recientemente, aunque llevaba un par de días sin la llegada de ningún nuevo inquilino.
- Oye, no deberías estar aquí. Seguro que tus padres te estarán buscando.
El silencio del chico le empezaba a resultar extrañamente incómodo. No se le daban bien los niños, y quería deshacerse de aquél lo antes posible.
- Ven. Llamaré por teléfono para que alguien del pueblo venga a recogerte- dijo, tendiéndole la mano a la altura de su cabeza-.
Sin mediar palabra, el niño le agarró la mano y se dejó levantar con suavidad. Al volverse para ir hacia su caseta, Alfredo pudo distinguir dos nombres en aquella lápida: uno de hombre y uno de mujer, un matrimonio que había pasado a mejor vida hacía varios años.
Al leer la roca, Alfredo no pudo evitar pensar en la anormalmente fría mano del niño.

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