lunes, 22 de septiembre de 2008

Yolanda y Ecuas...

Yolanda se ha puesto una falda verde, un jersey por los hombros y con una diadema deja que todo el pelo liso le caiga por la espalda. Coge el cochecito, llama al ascensor y, cuando Carlos, apoyado en el alfeizar de la puerta le dice, con los ojos sombreados por la tristeza, -¿hasta cuándo piensas seguir así? -más parece un ruego que una pregunta- ella, simplemente, pulsa el botón del bajo y las puertas del ascensor se cierran. Nunca sabrá, como tantas cosas que uno nunca llega a conocer, que Carlos aquella noche tardó diez minutos en cerrar la puerta, de cuclillas, llorando en el alfeizar. Afuera, el silencio solo es roto por el intermitente paso de los coches y, ya en el parque, tan solo el sonido de algunas hojas al caer de los árboles, las ruedas del cochecito girando sobre la piedra.


La farola, como cada noche, alumbra las hojas de Ecuas, les da calor. Éstas pasan de largo, rozando la farola a su paso, se proyectan hacia la novedad del húmedo césped, lejano, sin llegar nunca a tocarlo. El césped, la farola, siempre han estado allí, compitiendo a su modo por los favores de Ecuas, que parece cansado de la conocida farola y crece hacia lo inexplorado; la magia de lo desconocido.


Yolanda pasa con su cochecito vacío por debajo de Ecuas y, por un momento, el viento mece las hojas y su pelo al unísono. Dos mundos que, por un instante, se tocan y comparten; ella se detiene, se sienta en el banco a contemplar el árbol. Allí, bajo la tranquilidad de las hojas alargadas, iluminadas por la farola, contempla el interior del cochecito y las lágrimas comienzan a caer sobre el césped.

1 comentario:

Borja Echeverría Echeverría dijo...

Si la chica supiera que el hombre lo esta pasando tan mal a lo mejor se lo pensaba dos veces...
2 mundos que se juntan como en La rosa púrpura del Cairo, no es mala idea.

Un saludo