lunes, 22 de septiembre de 2008

Yolanda y Ecuas...

Yolanda se ha puesto una falda verde, un jersey por los hombros y con una diadema deja que todo el pelo liso le caiga por la espalda. Coge el cochecito, llama al ascensor y, cuando Carlos, apoyado en el alfeizar de la puerta le dice, con los ojos sombreados por la tristeza, -¿hasta cuándo piensas seguir así? -más parece un ruego que una pregunta- ella, simplemente, pulsa el botón del bajo y las puertas del ascensor se cierran. Nunca sabrá, como tantas cosas que uno nunca llega a conocer, que Carlos aquella noche tardó diez minutos en cerrar la puerta, de cuclillas, llorando en el alfeizar. Afuera, el silencio solo es roto por el intermitente paso de los coches y, ya en el parque, tan solo el sonido de algunas hojas al caer de los árboles, las ruedas del cochecito girando sobre la piedra.


La farola, como cada noche, alumbra las hojas de Ecuas, les da calor. Éstas pasan de largo, rozando la farola a su paso, se proyectan hacia la novedad del húmedo césped, lejano, sin llegar nunca a tocarlo. El césped, la farola, siempre han estado allí, compitiendo a su modo por los favores de Ecuas, que parece cansado de la conocida farola y crece hacia lo inexplorado; la magia de lo desconocido.


Yolanda pasa con su cochecito vacío por debajo de Ecuas y, por un momento, el viento mece las hojas y su pelo al unísono. Dos mundos que, por un instante, se tocan y comparten; ella se detiene, se sienta en el banco a contemplar el árbol. Allí, bajo la tranquilidad de las hojas alargadas, iluminadas por la farola, contempla el interior del cochecito y las lágrimas comienzan a caer sobre el césped.

jueves, 18 de septiembre de 2008

VOLAR - Capitulo 1. (Sabor)

Mi primer recuerdo es el olor a aceite, duro e intenso que cubría las manos de mi padre. En la escuela te sorprende que nadie sepa la diferencia entre un calibre 32 con recubrimiento de teflón, a otra con recubrimiento de cobre. Explicas a tus compañeros como cargar un arma, y seas la referencia para las películas de guerra. Haciendote el rey del recreo, mientras los demás flipan con las historias de caza, y con las fotos de armas semiautomáticas que traes a clase. Las primeras pistolas de aire comprimido que confiscan en el intituto las vendes tu, y con eso te compras el skate y un walkman. Recibes no sé cuantas broncas de más de un profesor, y a otros en cambio, los ves por la tienda. Pero en general fue una suerte que mi padre tuviera una tienda de armas, anteriormente de mi abuelo que se la dejó al morir. Me pasaba todos los fines de semana en el campo, los veranos durmiendo a la intemperie, para que al volver todos te pregunten donde has estado, que qué has cazado, que si has matado alguna vez. Las navidades eran tiempos para estar en la tienda, empaquetar rifles, cuchillos de supervivencia, cajas de cartuchos, y de más cosas que no te sorprenderían. Y poco a poco , ese mismo olor, va impregnandose en tus manos, vas haciendo tus amigos de cacerías, hijos de otros cazadores que ya no eran fácilmente impresionables, pero con quienes podías mantener discusiones tan interesantes sobre el número de puntas del ciervo que cazó tu padre el año pasado, el campeón de caza, las quejas nuestros padres sobre la ley de caza de 1995 o las alabanzas a la reforma regional sobre la caza de perdiz con reclamo y de liebre con galgo. De esa época guardo dos amigos, Julito, que era hijo de un fabricante de conservas gallego muy amigo de mi padre, y Sara. Como es normal, o a mi me lo pareció, desde los 12 años julito y yo estuvimos enamorados de Sara, y ella nos consideraba sus mejores amigos. Vimos como besaba por primera vez a Andres Montera, y como tuvo que irse a la mañana siguiente con el pelo lleno de cola y chicle. Eramos niños y nos movíamos por un entorno donde la muerte estaba presente en todo momento, el ciclo completo de la vida se servía en la mesa. Había seres supoeriores, nosotros que teníamos la capacidad, y el derecho de quitar la vida a los animales, mirándolos cara a cara, y exhibiéndolos en nuestros salones, en nuestros platos como trofeos que demostraban que el ser humano, de la mano de dios, había llegado a la cúspide de la evolución. Era un deporte, una forma de vida, la filosofía que devolvía a los orígenes del ser humano. Porque la gente que va al supermercado no presencia la muerte del animal, no se enfrenta al animal, y a su agonía, y luego nos iban criticando. Ya fueran compañeros de instituto, profesores, o amigos sentías en sus silencios la crítica, y cuando no callaban era peor. Te tildaban de asesino, violento, e inhumano, justamente cuando los inhumanos eran ellos que solo veían la carne, y no se enfrentaban a los ojos del animal que iban a comerse. La actitud cobarde de quienes olvidan que para sobrevivir hay que matar, y ninguno estamos libres de pecado. Mi segundo recuerdo es el sabor de los labios de Sara, la noche de su diecisiete cumpleaños. El tercero el sonido del teléfono en la tienda, el día que mi padre murió en un accidente de tráfico.

martes, 16 de septiembre de 2008

BIENVENIDO A CASA

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Con sus treinta años de experiencia, Alfredo Padúa no encontraba explicación a sus temblores. Agarró con firmeza la pala para ahuyentar de sí los malos espíritus, y la levantó amenazadoramente por encima de su cabeza previendo la necesidad de ahuyentar también algún ser más terrenal.
- ¿Quién anda ahí? - Gritó a la noche abierta del cementerio.
Entre la oscura bruma se podía distinguir una figura enana e inmóvil junto a la familiar forma de una lápida. Tras pasar tantas noches en aquellos terrenos, encontrarse de frente con las sombras sinuosas y tétricas de los mausoleos le inspiraba más tranquilidad que toparse con una silueta humana.
Se aproximó unos pasos, pala en mano, y encontró un niño de no más de cinco años arrodillado frente a un montón de tierra.
- ¿Qué haces aquí, chico?
El niño no respondió. Estaba terriblemente quieto, su mirada fija en el montón de tierra. Alfredo se rascó la cabeza debajo de la gorra. Parecía que la tierra había sido removida recientemente, aunque llevaba un par de días sin la llegada de ningún nuevo inquilino.
- Oye, no deberías estar aquí. Seguro que tus padres te estarán buscando.
El silencio del chico le empezaba a resultar extrañamente incómodo. No se le daban bien los niños, y quería deshacerse de aquél lo antes posible.
- Ven. Llamaré por teléfono para que alguien del pueblo venga a recogerte- dijo, tendiéndole la mano a la altura de su cabeza-.
Sin mediar palabra, el niño le agarró la mano y se dejó levantar con suavidad. Al volverse para ir hacia su caseta, Alfredo pudo distinguir dos nombres en aquella lápida: uno de hombre y uno de mujer, un matrimonio que había pasado a mejor vida hacía varios años.
Al leer la roca, Alfredo no pudo evitar pensar en la anormalmente fría mano del niño.

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martes, 2 de septiembre de 2008

Ombliguitos de mazapán

Íbamos para atrás, como cangrejos, y la capacidad incompleta de giro del cuello nos mantuvo persiguiendo nuestro propio culo en círculos durante años.

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Enero 2009

El café se derramó sobre. Mi café oscuro manchaba su luminosa blusa. Sobre; Ella. Café negro, piel blanca. Me dió en la cara con la piel blanca, blanquísima de su palma. La palma de la mano.

Es un culo bonito.
Miau.